EL CIEGO DE CAFARNAÚM
Cafarnaúm es un pueblo
junto al gran mar galileo,
donde viven los hebreos
con romanos y extranjeros.
Es pueblo de pescadores
que en el mar echan sus redes,
y pueblo de agricultores,
de artistas y mercaderes.
Yo soy sólo el pobre ciego
que limosnea en la puerta
del templo de los hebreos
construido de piedra negra.
La sinagoga la hicieron
por obra de los romanos,
para darla a los hebreos
y así poder agradarlos.
Y el bello templo de piedra
se yergue junto al gran mar,
los mendigos en su puerta,
los ricos junto al altar.
Hacia el sur da su fachada,
con una luz siempre ardiendo,
mirando a la Ciudad Santa,
la de los sagrados Templos.
Allí los días pasamos
los mendigos y los ciegos,
en la sombra en el verano,
buscando el sol en invierno.
Le rezamos al buen Dios,
sin poder entrar adentro,
que nos alivie el dolor,
que la muerte tarde menos.
Ciego por mi nacimiento
y aún antes de que naciera,
he aceptado este tormento
que así quiso Dios que fuera.
Las cataratas velaron
el brillo de mis dos ojos,
y los tiñeron de blanco,
sin expresión y vidriosos.
Esta es la pena que purga
la oscuridad de mis ojos,
no se si expío mi culpa
o peno por la de otros.
Siempre extendida mi mano
buscando la caridad,
en mi bastón apoyado
oigo a los hombres pasar.
Pero un día, de repente,
sentimos un gran desorden,
de empujones y de gente
que grita y da muchas voces.
El alboroto seguía
a un hombre de Nazaret,
que ya hacía varios días
que se hablaba mucho de él.
Para algunos era un santo
y para otros profeta,
y los soldados romanos
lo vigilaban de cerca.
Decían que su mensaje
se basaba en el amor,
en la fe de nuestros padres
y en el divino perdón.
Sólo notar su presencia
me produjo escalofríos,
nunca en toda mi existencia
sentí nada parecido.
Se me abrieron las entrañas,
me vi desnudo y perdido.
se puso a llorar mi alma
igual que un recién nacido,
No lo dudé ni un instante,
mi bastón cayó en el suelo,
y yo me eché hacia adelante
a los brazos del Maestro.
Entre tantos empujones
que a Jesús le rodeaban,
Él sintió mis aflicciones
y me clavó su mirada.
¿Cómo ciego yo noté
aquellos ojos divinos
que yo no podía ver
y sentía enfrente mío?
El Señor se paró enfrente
y, tomándome la mano,
me dijo: "¿Qué es lo que quieres?,
¿Por qué detienes mis pasos?".
Yo noté en ese momento
que en su mano había un fuego
que me quemaba por dentro
y estremecía mi cuerpo.
Que removía mi vida
y atraía mis recuerdos,
que mi vida era ese día
y ese preciso momento.
Entonces me parecía
que estábamos los dos solos,
entre tanta algarabía,
unidos y silenciosos.
Mi boca se puso a hablar,
mi lengua fue el corazón,
y, con gran sinceridad,
yo le respondí al Señor:
"Jesús, yo no te conozco
y quiero creer en ti,
quiero verte con mis ojos
y tu camino seguir".
El silencio se hizo entonces,
atronando más que el trueno,
y Jesús tocó los bordes
de los dos ojos del ciego.
Éste los abrió de pronto
con el brillo de la vida
y un grito salió de lo hondo
de su boca resequida.
Y comenzó a distinguir
los colores poco a poco,
no dejaba de reír,
parecía un niño loco.
Luego se paró mirando
el rostro de su Maestro,
para siempre recordarlo,
para grabarlo muy dentro.
¡Cuánta belleza en su cara!
¡Cuánto amor en su mirar!
Su mirada atravesaba
como si fuera un puñal.
Y llorando de alegría,
se arrojó sobre sus pies,
mas Jesús lo recogía
y lo ponía de pie.
"Maestro, feliz el día
en que yo te he conocido,
que no hay nada en esta vida
que me aparte del camino
que me han de llevar tus pasos,
porque con el alma alegre
te serviré con agrado
hasta que llegue mi muerte.
Tú mis ojos me has curado,
que no me dejaban ver,
también mi alma se ha sanado
al devolverme la fe."
En el templo entran los hombres
y en la sinagoga rezan,
mientras el sol ya se pone
tras el mar del Galilea.
Y aquí termina la historia
del milagro de Jesús,
que ha quedado en la memoria
de todo Cafarnaúm.
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© Manuel de Churruca y García de Fuentes