EL JOROBADO
En mi iglesia siempre había
muchos pobres en la puerta,
y a diario al salir de misa,
les guardaba unas monedas.
Entre todos los mendigos,
entre viejos y lisiados,
y entre caritas de niños,
yo elegía al jorobado.
Envuelto en harapos viejos,
de bizca y torva mirada,
que a todos causaba miedo,
que nadie le daba nada.
Yo le deseaba suerte
y le daba mi limosna,
él me agarraba muy fuerte
con sus manos vigorosas.
Me clavaba su mirada
de claros ojos torcidos,
y en su fondo yo notaba
un vivo y extraño brillo.
Un domingo de febrero
en el atrio lo busqué,
me dijeron que había muerto
y ya no lo he vuelto a ver.
Luego han pasado los años,
la vejez, la enfermedad, …
y al fin la muerte ha llegado
trayendo su oscuridad.
Un negro y frío pasillo
que no tiene marcha atrás,
un túnel desconocido
con una luz al final.
Siento soledad y frío,
siento miedo y desconcierto.
He de seguir el camino,
que nadie ayuda a los muertos.
Mas una blanca figura
aparece en el lugar,
un ángel con luz tan pura
que no se puede mirar.
Habla con la voz del rayo:
- “No temas, yo soy tu amigo”.
Y yo respondo asombrado:
- “¿Cuándo yo te he conocido?”.
Y siento gran sobresalto,
lo reconozco de pronto,
por la fuerza de sus manos,
por el fulgor de sus ojos.
Iluminando el camino
se ha colocado a mi lado,
y como un niño perdido
yo me he agarrado a su brazo.
Aquél jorobado viejo
a quien yo limosna daba
es el ángel fuerte y bello
que otra vez toma palabra:
- “Tu eras mi única alegría
en mi vida desgraciada,
muchos días yo vivía
sólo con lo que me dabas.
Tu hiciste que yo creyera
en la condición humana,
la única persona buena
que de mi se preocupaba.
En la iglesia cada día
tú me deseabas suerte,
y este aliento a mi me hacía
que no quisiera la muerte.
Hoy te vengo a rescatar
y quiero guiar tus pasos
en este trance fatal.
¡Soy tu amigo, el jorobado!
Mi joroba terminó
cuando mi vida acababa,
y, tras la resurrección,
la belleza está en el alma.
Yo a la luz te llevaré,
diré a Dios que eres mi amigo.
¡Suerte te desearé
al final de este camino!”
Moraleja:
La caridad que más vale,
la que más se recompensa,
es aquella que se hace
con la gente fea o vieja.
¡Qué fácil hacer favores
a gente joven y guapa,
a niños encantadores
o a mujeres agraciadas!
En cambio nos causa horror
ver los cuerpos deformados,
la fealdad, el dolor,
los viejos y los lisiados.
Los pobres más desgraciados,
los que son desagradables,
los parias o desahuciados,
pueden esconder un ángel
que declare de testigo
de tu amor y caridad,
que se confiese tu amigo
en el momento final.
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© Manuel de Churruca y García de Fuentes