LA CORONA DE LAUREL
Siempre había deseado
correr entre los mejores
en el gran circo romano,
arena de campeones.
Me entrené por mucho tiempo,
en invierno y en verano,
corriendo por las calzadas
y entrenando por el campo.
Les recé con devoción
a los dioses del Olimpo
que me hicieran campeón
de los atletas del circo.
Poco a poco fui ganando
hasta que pude lograr
que fuera seleccionado
para correr la final.
El gran circo engalanado
para esta gran ocasión,
y miles de ciudadanos
con enorme expectación.
Y yo corrí como un rayo,
como avanza el huracán,
como corren los esclavos
buscando la libertad.
Como el fuego que devora
la resecada maleza,
como el potro que galopa
cuando le clavan espuela.
En mi pecho enardecido
sentía mi corazón
palpitando enfebrecido
del esfuerzo y emoción.
Saqué las últimas fuerzas
de mi propio pundonor,
y entré el primero en la meta
en medio de un gran clamor.
La línea de la llegada,
de cuatro dedos de ancho,
me pareció ser la entrada
de un palacio pompeyano.
Allí me felicitaron
patricios y generales,
importantes magistrados
y demás autoridades.
Pusieron sobre mi frente
el más preciado tesoro
de los héroes más valientes
y los poetas famosos.
Una rama de laurel
como símbolo de gloria
que pregonaba en mi sien
mi conseguida victoria.
Cuando se acabó el festejo
me fui corriendo a mi casa,
por compartir mi trofeo
con mi familia y mi amada.
Yo me acerqué a mi mujer,
tan feliz y emocionado,
ofreciéndole el laurel
como regalo sagrado,
pensando en su reacción …
que se pondría a llorar
de alegría y de ilusión,
de orgullo y felicidad.
Mi mujer no hizo gran caso
trabajando en su cocina
pues me miró de soslayo
recogiendo la ramita.
Para comprobar su aroma
se la acercó a la nariz
y abriendo la cacerola …
¡la echó al guiso de perdiz!
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© Manuel de Churruca y García de Fuentes