MALVAROSA
El enterrador vivía
con su mujer en el campo,
en la casa construida
al lado del camposanto.
Cuando su niña nació
la joven madre moría,
y el destino permutó
las vidas de madre e hija.
El cura la llamó Rosa
el día de su bautizo,
por ser la flor más hermosa
que en el campo había nacido.
Mas todos la llaman Malva
por nacer junto a los muertos,
que son flores no apreciadas
como son los crisantemos.
La huerfanita se criaba
en un hogar de silencio,
la gente sólo pasaba
en los días de sepelio.
La niña siempre se oía
con sus risas y sus cantos,
cuando jugaba y corría
al lado del camposanto.
Su padre fue padre y madre,
fue su amigo y su maestro,
por no querer acercarse
ningún aldeano del pueblo.
Allí se ven padre e hija
por el camino del pueblo,
ella de blanco vestida,
él siempre viste de negro.
El padre junto a la niña
reflejaba su fulgor,
como la luna cetrina
que enciende la luz del sol.
De lejos mira la gente,
con el dedo los señalan,
dedos que son armas crueles
que hieren más que navajas.
Los aldeanos le preguntan
si no le asustan los muertos,
y él contesta que, sin duda,
a él nunca nada le han hecho.
Porque el riesgo siempre está
en el lado de los vivos,
que es donde está la maldad,
donde puede haber peligro.
El padre solo camina,
nunca visita los templos,
nunca alterna en las cantinas,
sólo asiste a los entierros.
Nadie le mira a la cara,
nadie saluda su paso,
le rehuyen las miradas,
nadie le estrecha la mano.
Porque piensan los aldeanos
que mal fario te acarrea
el coger aquella mano
que ha de echar tu última tierra.
Más son las manos que tocan
la nívea piel de su niña.
¡Manos rudas y callosas
con caricias exquisitas!
La niña jugaba un día
en el río, sobre el puente,
y por descuido caía
en medio de la corriente.
Malvarosa no sabía
como otros niños nadar
y la tragó el agua fría,
nadie le pudo salvar.
Al padre nadie quería
contarle lo sucedido,
y al enterarse gemía
y lloraba como un niño.
Su corazón al momento
se rompió de lado a lado,
como el tronco viejo y seco
alcanzado por el rayo.
La buscaron sin descanso
durante varias semanas,
hasta el río fue dragado,
pero no encontraron nada.
El padre está envejecido,
mucho más triste y más serio,
solo recorre el camino
que lleva hasta el cementerio.
Su mirada es más esquiva.
Lleva infinita tristeza
dibujada en sus pupilas.
¡Mirarlo da tanta pena!
Angustia que le atormenta,
lágrimas que se le escapan,
rodando en la piel morena
y curtida de su cara.
Lamenta el sepulturero
su negra y maldita suerte,
él que no conoció el miedo
ni le temía a la muerte:
- “Las aguas malditas sean
de este río traicionero,
que robaron mi pequeña,
se la llevaron muy lejos.
Mi corazón resecado
de ver llorar tanto muerto
de nuevo se ha reavivado
y en carne viva lo tengo.
Siempre que rompo la tierra
con mi pico y con mi pala,
me acuerdo de mi pequeña,
ni un momento sin llorarla.
A muchos les di la paz,
la paz de los que se entierran,
y a mi hija no puedo dar
siquiera un puño de tierra.
Mi niña … ¿dónde estará?
¿Dónde acabó su cuerpito …?
Quizás en la vasta mar,
o en una poza del río ...
Agua crüel, tierra seca.
Cuán extraño desvarío:
la hija del que da la tierra
está perdida en el río.”
El suelo del camposanto,
antes desierto y reseco,
las malvas lo han inundado
y su olor llega hasta el pueblo.
Ya no se escuchan los trinos
en el cementerio viejo,
ni siquiera los graznidos
de las urracas y cuervos.
Cuando se asoma la luna
y comienza a anochecer,
sólo la vieja lechuza
ulula en el gran ciprés.
La hija del enterrador
no duerme en el duro suelo,
que el río se la llevó
y no ha devuelto su cuerpo.
Los huesos amarillean
dentro de todos los nichos,
se corrompe la madera,
los muertos caen en olvido.
Y desde entonces se dice
que no hay consuelo en el pueblo,
los vivos están más tristes,
los muertos … ¡están más muertos!
-----oooOooo-----
© Manuel de Churruca y García de Fuentes