LA CABAÑA DE PASTORES
En un mar de verdes pastos,
con olas que mueve el viento,
se vislumbra, como un barco,
la casa de los cabreros.
Construida en piedra negra
con techo de tronco y paja
y en lo alto una chimenea
que va echando nubes blancas.
Las ovejas y las cabras
se refugian al abrigo
de la contigua majada
que las protege del frío.
Los lobos aúllan fuera
en las colinas cercanas,
los mastines en la puerta
echados junto a la entrada.
Cuando escuchan un aullido
abren un poco sus ojos
y levantan el hocico,
lanzando un ladrido sordo.
Un viento fuerte golpea
silbando entre las ventanas
y se cuela entre las grietas
y rendijas de la casa.
De tosca madera muebles
por el uso barnizados,
tan macizos y tan fuertes
que nadie puede quebrarlos.
Bajo una viga enteriza
que cruza toda la estancia
se encuentra allí construida
una chimenea muy amplia.
El fuego chisporrotea
con pequeños estallidos,
va consumiendo la leña
podada de los olivos.
Todos contemplando el baile
de multicolores llamas
que continuamente salen
de la madera quemada.
Un cuadro con muchas luces
que a cada momento cambia,
rojos, violetas, azules,
amarillos y naranjas.
De los troncos saltan lenguas
que iluminan y se apagan,
que bailan y se entremezclan
como una atávica danza.
Detrás, un baile de sombras
que por las luces se causan,
que van cambiando sus formas
como inquietantes fantasmas.
Con la luz roja del fuego
se iluminan nuestras caras,
notando un calor intenso
que nuestros rostros abrasa.
Con las cálidas zaleas
protegemos nuestra espalda,
recubiertos como ovejas
con blanca lana rizada.
Cenamos queso curado
hecho con leche mezclada,
sabiamente acompañado
con un pan blanco de hogaza.
regado con joven vino
de la cosecha pasada,
encarnado vino tinto
que acaricia la garganta.
En un cacharro de barro,
grande cual taurina plaza,
insisten en obsequiarnos
con una enorme cuajada
tan dulce como la leche
que está recién ordeñada
y tan blanca como nieve
cuando cae una nevada.
Luego cantamos canciones
adornadas con guitarras
y, a media voz, los pastores
narran historias pasadas.
Uno de ellos, con paciencia
y habilidad heredada,
va tallando una madera
con cachicuerna navaja.
De vez en cuando un zagal,
que de quince años no pasa,
nos maravilla al tocar
una flauta hecha de caña.
Alrededor del hogar
de aquella humilde cabaña …
¡sencilla felicidad!
¡inolvidable velada!
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© Manuel de Churruca y García de Fuentes