NUESTRA HIGUERA
La casona de verano
en aquel pequeño pueblo
tenía un enorme patio
destinado a gallinero.
Allí la higuera se erguía
contemplando nuestra infancia,
año tras año sentía
nuestros juegos a sus plantas.
Gallinas junto a su tronco
y un enorme pavo real,
compartiendo con nosotros
igual árbol y corral.
Las gallinas nos huían
si corríamos detrás
y el pavo nos perseguía
a toda velocidad.
También había una yegua
torda, de paso tranquilo,
y una sucia cochiquera
con tres cerdas y gorrinos.
La higuera escuchaba siempre
nuestras risas, nuestros cantos,
nuestros gritos estridentes,
nuestras riñas, nuestros llantos.
Siempre dijo nuestra abuela
que el árbol no se cortara,
que lo vio desde pequeña,
que, aún viejo, se respetara.
Extrañas nos parecían
sus grandes hojas tan gruesas,
rasposas como la lija
que desgasta la madera,
con un verde paliducho
como olivar de aceitunas,
un color como ninguno
en mi estuche de pinturas.
Cuando llegaba el otoño
el árbol nos arrojaba
sus hojas, sus higos pochos,
sobre la tierra mojada.
Quedaba desnuda y fea,
con sus brazos como alambres,
hasta que la primavera
devolvía su ropaje.
Nuestro mundo era su sombra,
su tronco, nuestra escalera,
nuestro castillo, su copa,
donde izar nuestra bandera.
Y allí subidos, en lo alto,
éramos los centinelas
de aquel reino, en el que el pavo
nos disputaba la tierra.
Tanto los niños crecían,
sin crecer la higuera nada,
que casi nos parecía
que pequeña se quedaba.
¡Cuántas veces nos colgamos
en esa primera rama,
que tan baja se ha quedado
que tuvieron que podarla!
Pero todo fue cambiando
debajo de nuestra higuera,
esos veranos tan largos,
que una vida parecieran,
empezaron a ser cortos
por las novias, las carreras,...
¡nuestro árbol se quedó solo
esperando nuestra vuelta!
Y entonces llegó ese día
que el gallinero cambió
por un patio con piscina,
con sus geranios en flor.
Los gorriones continuaron
picoteando los higos
y las abejas libando
su néctar con sus zumbidos.
Siempre en lo alto del ramaje
el tiempo estaba parado
y veía transformarse
el mundo que estaba abajo.
Hoy nuestra higuera aún nos mira
y contempla nuestras calvas,
pero son ya nuestras hijas
las que trepan por sus ramas.
Inmutable compañera
de todas nuestras andanzas,
más robusta y más longeva
que nuestra humana sustancia.
Cuando seamos ceniza,
cuando nosotros muramos,
con el rumor de la brisa,
tú estarás para contarlo.
Seguirás siendo vigía
sobre los nuevos rapaces,
sobre los niños y niñas
que renueven nuestros lances,
que naden en la piscina
y que corran por el patio,
que devuelvan la alegría
de aquellos tiempos pasados.
Testigo de nuestra vida,
¡querida higuera del patio!,
tú serás siempre una amiga,
¡tú serás siempre ... nuestro árbol!
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© Manuel de Churruca y García de Fuentes