JOSÉ PEDRONI

 

(BIOGRAFÍA)

 

 

 

 

 

 

UNA HISTORIA VULGAR

 

(A Rosa Wernicke,

que le gustaba este poema

y no se por qué

  

El perro no era mío.

Yo lo encontré una siesta

por orilla del río.

Le hice un poco de fiesta:

le halagué las ijadas

y el dorso polvoriento,

y él, contento,

me puso en las rodillas

sus dos patas mojadas.

De regreso, a hurtadillas,

me siguió por el puente.

Siete veces contadas

lo arrojé duramente.

Él entonces huía

tanto como el alcance

de una pedrada mía.

Allí se detenía

sin comprender.

No sabía

si seguir o volver;

pero después, en cuidadoso avance,

con la gente volvía.

 

Cuando llegué a mi casa

(¡qué linda mi vecina!),

Leb doblaba la esquina

con su mirada escasa.

 

Me vio sacar la llave, abrir la puerta

y dejarla entreabierta

al sol puro del día.

Con su paso de zorro desconfiado,

él no tardó en llegar,

y cuando yo lo hacía

desandando lo andado,

asomó en la abertura, cautelosa,

su cabeza angular.

Le arrojé lo primero

que mi mano alcanzó

(¡ay, mi florero

con su rosa!),

y él huyó.

Pero la misma noche

su ladrido

me despertó.

Después, entredormido,

le oí ladrar a un coche,

gruñir a un tiro lejano como de pistola

de arzón,

y golpear en mi puerta con la cola,

que era su corazón.

 

Al romper la mañana

la campana

tocó el Avemaría.

Despacito

me acerqué a la ventana.

Mi vecina barría.

(¡Qué linda con su rulito!).

En el disco del puente todavía

brillaba el farolito

que colgó el guardavía.

Ululando, un mochuelo

se levantó del suelo.

A los ojos del día,

desnudas en el cielo

cuatro estrellas

temblaban sorprendidas

como cuatro doncellas;

y en la calle, las orejas erguidas,

el hocico altanero,

la vista brava y quieta

y la cola arrollada sobre el lomo

en forma de corneta,

Leb estaba de guardia más entero

que un soldado de plomo.

 

Mi corazón vacío,

ni bueno, ni cruel,

ante aquel animal

tan solo y fiel

que me estaba esperando,

se conmovió en su hastío.

Silbando,

lo traje hasta mi umbral

y me quedé con él,

como si siempre hubiera sido mío.

 

Leb era inteligente

y de buen corazón.

En la boca, hasta el puente,

me llevaba el zurrón;

desde el puente volvía

con mi atado de ropa.

Sabía

levantar una copa,

caminar en dos patas, dar la mano

lo mismo que un hermano,

atrapar en el aire, boquiabierto,

un mendrugo de pan, hacerse el muerto,

bostezar como un hombre ante mi charla,

alcanzarme el bastón

y saltar una mesa.

Cierta vez, de sorpresa,

en la humilde estación

él me vino a esperar.

(Yo llegaba de un viaje

que me tuvo dos noches

de lugar en lugar).

 

Cuando vio mi equipaje,

locamente

me buscó por los coches,

correteó por la vía

y se puso a ladrar

de alegría

entre toda la gente.

Parecía

que estaba por hablar.

Suave de condición,

obediente, callado,

Leb se había ganado

mi corazón.

Lo quería

como puede querer

a un niño una mujer.

Dibujaba, sin mirar,

su agudo perfil.

Conocía,

a tiro de fusil,

su cola militar

y su ladrido,

como la voz de un ser querido,

entre diez mil.

Mi alegría

era verlo correr,

suelto el latido,

tras la pieza que huía,

y sin miedo nadar

por la misma corriente;

mi placer,

contemplarle el lunar

que estrellaba su frente;

mi dolor,

la risa de la gente

por su feo color,

su oreja recortada,

su colmillo saliente

y su nariz de payasín, alzada.

 

Nunca le até cordel

ni le puse bozal:

¡Lo sabía tan fiel,

tan dócil, tan formal!

Y así, mientras fue mío,

no mordió a gente alguna,

ni en el río,

ni en la calle desierta,

ni ladrando a la luna

o al farol,

ni guardando mi puerta,

ya en la sombra,

ya en la alfombra

hecha de hierba y sol.

 

Pero un día,

sin un ladrido hostil

a lo que más quería,

se fue tras el halago

de un silbido sutil,

el silbido

de un vago.

Mucho después, herido,

regresó a mi dulzura

y en mi puerta, a deshora,

llamó con la amargura

de una mujer que llora.

 

Como era sólo un perro,

no supo contar su drama.

Quería,

pero no podía.

Digo que fue un guerrero.

murió debajo de mi cama.

 

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